De las paradojas de los números del cerebro, arte y de ciencia o cómo 174 mil millones de neuronas y células gliales no nos salvan de la ignorancia

1125

Cada cerebro humano está poblado por 87 mil millones de neuronas. Pese a esta enorme cantidad, que podríamos creer que nos dota de aptitudes intelectuales extraordinarias, nuestras capacidades son bastantes más acotadas de lo creemos: el cerebro tiene límites. ¿Por qué actividades intelectuales colectivas, como el arte y la ciencia, nos ayudan a contrarrestar los límites del funcionamiento del cerebro individual?

Estudiar el cerebro nos permite comprender los límites de su funcionamiento. Es relativamente pequeño: pesa entre 1.300 y 1.400 g, cerca del 2% de la masa corporal, pero consume el 20% del oxígeno y de las calorías utilizadas por todo el organismo. Está conformado por 87 mil millones de neuronas, las células más conocidas del sistema nervioso central, que están rodeadas por las células gliales. La proporción entre ambas varía en la escala evolutiva, pasando de una célula gilial por cada seis en el cerebro de las sanguijuelas a una por neurona en el cerebro humano. Así, el cerebro humano está constituido por 174 mil millones de células cuyo funcionamiento determina sus propiedades y capacidades. Las neuronas y células gliales están comunicadas unas con otras y su propiedad fundamental es la transmisión de información entre ellas. Cada neurona puede establecer conexiones con hasta 10.000 otras y se estima que hay en el cerebro unos 125 trillones de puntos de contactos llamados sinapsis, mediante las cuales se conforman desde microrredes, formadas por elementos neuronales contiguos, a macroredes, en las que interactúan regiones cerebrales distantes. La enorme cantidad de interacciones posibles entre los 174 mil millones de neuronas y células gliales podría originar una variedad casi infinita de cerebros, pero tal heterogeneidad no ocurre. Las conexiones entre los elementos neuronales no son aleatorias, sino que se establecen según determinados mapas. El proyecto Conectoma Humano, que estudia la cartografía de las redes neuronales, ha mostrado que las conexiones de los cerebros humanos se organizan según determinados patrones.

El estudio de nuestra imaginación, de los trastornos del cerebro enfermo y de cómo percibimos el mundo muestran una variabilidad relativamente limitada. La imaginación, que podríamos pensar rupturista, es limitada, como lo ilustra la descripción de los monstruos del siglo XVI en La lógica de lo viviente, de François Jacob. “Reflejan siempre lo conocido, no hay ninguno que no recuerde algo, que sea totalmente distinto de lo que puede verse aquí o allá, sólo que no se asemejan a un único ser, sino a dos, tres o más a la vez”. En suma, la imaginación no es la creación de algo nuevo totalmente diferente, sino que se parece a un juego de Lego en que combinamos piezas conocidas para crear una realidad diferente pero dentro del armazón de lo conocido o posible. El respeto de ese marco se repite en el imaginario contemporáneo de las películas con extraterrestres.  Por ejemplo, en Plan 9 del espacio exterior de Ed Wood, ET de Steven Spielberg o Mars Attack de Tim Burton, los extraterrestres recuerdan los monstruos del siglo XIV: variaciones del hombre, con cuellos que se alargan, cabezas con diferentes protuberancias y deformaciones o extremidades que se añaden, desaparecen o se alargan. Al fin y al cabo, un cuerpo humano deformado. Parece que somos pocos capaces de crear algo totalmente disruptivo o diferente de lo conocido.

El cerebro enfermo también es un ejemplo de los límites en la variabilidad de la expresión fenotípica, en cómo se manifiesta la patología cerebral, psiquiátrica o neurológica. Tomemos el estudio de las alucinaciones, un fenómeno que en una primera aproximación puede parecer totalmente anómalo o grotesco: estar convencido de percibir algo inexistente en el mundo externo. Pues bien, las alucinaciones están también presentes en personas sin enfermedades cerebrales. Un fenómeno que puede parecer patológico y no compatible con la normalidad —percibir lo inexistente— no es siempre sinónimo de enfermedad. Pero las alucinaciones en determinadas circunstancias, por su frecuencia o intensidad, por su asociación con otros síntomas o por la incapacidad de distinguir realidad de alucinación, serán una manifestación patológica. El médico John Hughlings Jackson ya había propuesto en la segunda mitad del siglo XIX que las manifestaciones de las enfermedades cerebrales reflejan una pérdida o exageración del funcionamiento cerebral normal. Los síntomas de múltiples enfermedades neuropsiquiátricas no son creaciones de novo de un cerebro enfermo. En suma, incluso el cerebro enfermo pareciera actuar según determinados patrones.

Por último, exceptuando el reconocimiento facial, en el que sobresalimos al diferenciar variaciones sutiles de una cara a la otra, nuestra percepción del entorno privilegia la detección de generalidades sobre las diferencias. Tal como escriben los cientistas cognitivistas Steven Sloman y Philip Fernbac en The knowledge illusion. Why we never think alone, “la mente no está hecha para adquirir detalles de cada objeto o situación individual. Aprendemos de la experiencia para generalizar a nuevos objetos y situaciones. La capacidad de actuar en un nuevo contexto requiere comprender sólo las regularidades profundas en la forma en que funciona el mundo, no los detalles superficiales”. Más aún, existe en el proceso de la percepción una interacción entre la información proveniente del entorno y la representación existente en el cerebro. En su libro Oscuro Bosque, la novelista Nicole Krauss describe de manera acertada el mecanismo cerebral de la percepción: un “flujo de asociaciones y perspectivas almacenadas que [el cerebro] usa cada segundo para llenar los vacíos y dar sentido a lo que los ojos transmiten”.

En suma, parecemos transitar de un gran número de componentes del cerebro con múltiples posibles conexiones a un número relativamente limitado de expresiones conductuales, tanto en la normalidad como en la patología. Además, este gran número de componentes no se refleja en una capacidad de detectar los múltiples componentes del entorno. Al contrario, somos ciegos a la diversidad, privilegiamos las generalizaciones y la búsqueda de patrones que confirmen nuestras ideas preconcebidas en desmedro de la detección de la novedad, minimizando información que ponga en jaque lo que creemos conocer.

Pero esos mismos cerebros limitados, interactúan unos con otros y han sido capaces de crear herramientas que los ayudan a sobrepasar las barreras de cada cerebro individual y enjuiciar las percepciones sesgadas de otros cerebros. Surgen así en la historia el arte y la ciencia.

La ciencia crea las condiciones necesarias para cuestionar nuestras percepciones e interpretaciones. Más aún, nos ha ayudado a entender el funcionamiento de nuestros cerebros, de nuestros errores perceptivos y de por qué no nos podemos fiar del conocimiento que emerge de cada cerebro individual. Quizás una de sus principales virtudes es ayudarnos a cuestionar nuestras certezas.

Por su parte, uno de los mayores logros del arte, más allá de consideraciones estéticas, es lo que expresa el escritor Patrick Chamoiseau en La matière de l’absence: “los grandes artistas, las grandes obras, instalan una puerta abierta al horizonte sin horizonte de lo impensable”. El arte nos ayuda a derribar las falsas verdades creadas desde la perspectiva única de un cerebro individual.

Las 174 mil millones de neuronas y células gliales parecen aglutinarse en un número limitado de componentes que nos hacen humanos de imaginaciones pobres y expertos en detectar aquello que confirma nuestras creencias. Pero, a la vez, dialogan con otros cerebros de similares características, lo que puede crear las condiciones necesarias para que emerja la heterogeneidad, como si de cierta manera se  liberará el potencial de nuestro cerebro. Pero, quizás más importante que todo, este diálogo hace posible el cambio de perspectiva que resulta de la actividad científica y artística.