Rescate en alta mar

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Dr. Darío Villanueva Orellana

Año 1982, aparece en el Hospital de Quellón, donde estoy contratado como Médico General de Zona, un muchacho de 23 años, Lalo Miranda, quien ejercía como representante de una aseguradora naviera, que se encargaba de recibir a los enfermos de los buques mercantes que pasaban cerca de la Isla de Chiloé.

Cuando se enfermaba un tripulante de esos enormes buques internacionales, se comunicaban con este agente a través de la capitanía de puerto y él contrataba una lancha pesquera para trasladar a los pacientes desde los barcos mercantes al puerto de Quellón.

Ahí empezaba nuestro accionar. Lalo me dice que hay que ir a examinar al tripulante de un barco pesquero que viene por el golfo del Corcovado y tendríamos que encontrarnos en dos horas frente a la isla San Pedro. “¡Viene delicado de salud!, por lo que se requiere un Médico presente”, dijo.

Nunca había subido a una lancha pesquera, ni había visto un barco mercante, por lo que me emocionaba vivir una experiencia tan singular. Había que salir rápido, pues comenzaba a anochecer. Me preparé rápidamente, me duché y me puse pantalón de vestir, camisa de marca, vestón de tweed y zapatos de gamuza. Tomé mi maletín de médico, en el que llevaba un fonendoscopio, aparato de Presión arterial, un recetario, dos lápices y algunas muestras médicas -que no pueden faltar-, y mis pastillas para la jaqueca.

Vestido a la altura de las circunstancias, me dirigí al muelle donde me esperaba Lalo y el capitán de una lancha pesquera artesanal de no más de 8 metros de eslora, y su ayudante. Ya estaba oscuro e iniciamos el viaje. La lancha no tenía ningún instrumento de navegación, menos radar. Hay que navegar con todas las luces apagadas, a excepción de las que señalan la proa y la popa. En estas circunstancias, cansado después de un día de trabajo, me quedé dormido debido al monótono ruido del motor y el cadencioso movimiento de la navegación.

Me despertó Lalo: vamos llegando Doc. Ahí empezamos a ver unas luces que se agrandaron cada vez más, pertenecientes a un barco gigantesco, de más de cien metros de eslora. Parecía una ciudad, la cubierta toda iluminada. Estos buques trabajan las 24 horas del día, procesando, congelando y envasando lo que pescan para enviarlo al país que los contrata.

Aquí empezaba el drama, pues había que subir por una escala de fierro lateral, que llegaba hasta la mitad del casco visible. Aunque la cubierta estaba iluminada, el casco, que era como un edificio de 5 pisos, no estaba iluminado. Nuestra lancha parecía un zancudo tratando de picar a un elefante. El buque anclado ahí no se mueve ni un centímetro, en cambio nuestra lancha subía y bajaba como seis u ocho metros cada vez, llegando justo a los últimos peldaños, y bajando nuevamente.

Lalo me dice: en la subida hay que agarrarse firme, eso es todo. Claro, para él: atlético, con buen estado físico, seleccionado de basketball de la provincia, que nació y se crió a diez metros del muelle, que conoce la isla y sus recovecos. Pero yo, qué tengo que ver con todo eso, me quiero devolver.

Lalo me tranquiliza y me da ánimos. Es el primero que sube. La lancha pesquera empieza a subir y al llegar a su altura máxima, se toma de los últimos peldaños, hace una flexión de brazos hacia arriba, son unos pocos segundos que la pequeña embarcación se mantiene ahí, e inmediatamente comienza a bajar cerca de 7 o quizás 10 metros. Hago el primer intento, alcanzo a tocar el fierro horizontal con una mano, pero no me pude soltar de la otra mano, no fui capaz.

Con el nerviosismo me empezó un dolor abdominal y ganas de ir al baño. Segundo intento. Lo mismo. Entonces bajó Lalo hasta los últimos peldaños a socorrerme y se agacha. Empieza a subir la lancha nuevamente. Me acuerdo de mi madre y rezo el padre nuestro, realmente estoy descolocado. ¿Quién me manda a hacer esto? Todo por unos pesos más.

No supe cómo el Lalo me agarró de la muñeca y me subió fácilmente. Tengo que decir que he sido uno de los más bajos de estatura del curso. Peso más o menos 54 kilos. Riéndose, Lalo me dice: ve que era fácil Doc. Con la poca fuerza que me quedaba le eché dos garabatos bien contundentes.

Nos introducimos por un pasillo lateral, nunca ingresamos a alguna dependencia de la nave. Pasamos por una zona vidriada que permitía ver al interior, donde había muchos asiáticos sentados y comiendo alegremente.

Lo que sigue es dantesco, difícil de relatar.

Seguimos por el pasillo hasta alcanzar una puerta metálica sin ventana ni ventilación. Se veía un hilo de sangre que salía desde el interior. Ingresamos a una habitación muy oscura, como si fuese una celda de castigo, sin ningún mobiliario, a excepción de una camilla metálica con una colchoneta. Sobre la camilla, una persona asiática inconsciente, la cabeza cubierta de toallas, impregnadas de sangre, que pasó a través de la colchoneta y siguió cayendo al piso, llegando hasta el pasillo. No había nadie más en la habitación cuidando al enfermo durante todo el rato que demoró nuestro desembarco.

Al sacar las toallas, vi una herida de unos 10 cm en la región parietal, con una gran fractura de cráneo. Alumbramos con una linterna los huesos separados por un centímetro. Ya no sangraba. Estaba en shock y prácticamente muerto.

¿Habría sido producto de un accidente del trabajo o de una agresión? Nunca lo sabremos. No hay nada más que hacer, no traje nada y al Enfermero del navío no le entiendo. Me surgió un sentimiento de vulnerabilidad y frustración impresionante. Sentía que me tenía que ir de ahí. “Hay que llevarlo al Hospital lo más rápido posible”.

Bajar del buque resultó fácil, ya que solo debía dejarse caer cuando la lancha con el oleaje subía. Nunca supe como bajaron al enfermo. En el intertanto me comunico con el Capitán de Puerto para pedirle que hable con mi colega y amigo, Poncho, egresado de la Universidad Austral, con una sólida formación quirúrgica, envidiable.

Un Hospital pequeño como el nuestro, no tenía Banco de Sangre, pero ante las emergencias, la Comunidad era extremadamente colaboradora, pues siempre teníamos dadores suficientes. Le pedí que con el tecnólogo médico, Barría, ubicara a 4 dadores de sangre universales que teníamos registrados en el Hospital.