El hombre ante el sentido de la vida

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Dr. Oscar Román A.

El hombre es un ser que puede enfermar y que también puede perder la vida por esa condición o en otras situaciones accidentales o impensadas. A través de la experiencia en la atención médica, me ha tocado enfrentar diversas situaciones de relación entre la enfermedad y la respuesta del paciente a esa nueva situación. Mi amigo y colega Félix Muñoz ha realizado un estudio muy inteligente y humano sobre tales situaciones, basado en informaciones científicas y filosóficas de diversos autores. En tal estudio, plantea la pregunta crucial que se hace el ser humano obligadamente: ¿Quién Soy?; ¿Cómo estoy en mi existencia? ¿A dónde quiero ir? La respuesta es, en último término, un enigma, que revela un futuro incierto y desconocido. Me he enfrentado algunas veces a la reacción de enfermos que sienten la proximidad de la muerte, a pesar que, como médico, no se la hacemos saber. Recuerdo dos muchachas jóvenes, que, sufriendo una enfermedad terminal, las encontré paradas en su cama, apoyadas en la pared próxima, y con mirada ausente hacia un presunto infinito. ¿Sería esa la muerte? Ninguna pregunta, ninguna expresión, pero esa posición escultural delataba un miedo presente.

El miedo a la muerte es una expresión, probablemente máxima y a veces incontrolable, frente al termino de la vida. Todos sabemos que la existencia tiene ineludiblemente un término real. Pero, como sujetos sanos, la miramos con indiferencia, como algo lejano e invisible, que no nos perturba nuestro diario vivir. Sin embargo, la situación cambia cuando aparece una enfermedad como una entidad perturbadora, que genera incertidumbre y temor. La pregunta obligada, aunque no siempre explícita del sujeto enfermo es ¿voy a mejorar? ¿Me puedo morir? La clásica respuesta médica es alentadora y potencialmente satisfactoria: ¡por supuesto, se va a mejorar ¡Pero muchas veces el médico clásicamente está mintiendo, no se atreve a quitar la esperanza y acude a la fórmula de establecer las probabilidades de acción de la terapia y del grado de gravedad de la afección! Ello lleva frecuentemente a una sensación de incredulidad del paciente, de duda intensa, de pérdida de la confianza en el médico y en el mundo real en el que está inmerso. Por ello, muchos médicos han cambiado su modo de enfrentar el problema, expresando con suavidad y ductilidad, pero a la vez con seriedad, la verdad del mal pronóstico.

Ello lleva a la pregunta crucial ¿de qué manera el ser humano enfrenta el veredicto de enfermedad mortal? En la práctica, las reacciones que he encontrado en los pacientes de esa condición, son similares a las relatadas por experiencias de otros médicos y por la literatura científica y filosófica: ¿Por qué me toca a mí? ¿Por qué ahora, cuando tengo la vida por delante? ¿Qué he hecho mal que la vida me castiga? Pero, al contrario, algunos pacientes, después de un momento de silencio, expresan: ¡no le tengo miedo a la muerte, sé que es ineludible! ¡No le hago falta a nadie, puedo irme tranquilo! ¡No necesito auxilio religioso!

Pero cualquiera sea la gravedad del proceso patológico y la entereza y conducta del paciente frente al riesgo de morir, en el fuero ínfimo del ser humano aparece la duda frente a la razón de existir. Es lo que algunos llaman el sentido de la vida. Ello contacta con las concepciones filosóficas y religiosas profundas del ser humano, que, en condiciones de normalidad, son asumidas como preguntas psicológicas básicas y elementales, pero con asimilación superficial y no urgente, pero que en condiciones de enfermedad adquieren un carácter de proximidad, urgencia y necesidad de preguntarse sobre ellas en carácter filosófico existencial. El individuo busca orientaciones nuevas, denominadas del “sentido”, de su forma de pensar y actuar en relación con el medio que lo rodea. Busca una orientación, un camino, una justificación de su vida, reconociendo y buscando fuentes que alivien su angustia y sufrimiento al enfermar, como son el amor, las amistades, el trabajo, el juego, el saber, la creatividad, y tal vez el poder, que está perdiendo.

En consecuencia, como expresa F. Muñoz, es importante que el enfermo reasegure sus afectos, amistades, trabajo, conserve la esperanza de recuperación, analice su fe religiosa, confíe en la medicina y en su tratamiento específico.

Las enfermedades crónicas, tan frecuentes y casi obligadas en la actualidad, ofrecen otras circunstancias algo diferentes: no aparece con claridad e inmediatez el riesgo de morir, pero el paciente está enfermo, aunque pueda no sentirse como tal, por carecer de dolor u otros síntomas. La enfermedad también es capaz de comprometer algunos elementos de su “sentido de existir”: su yo logros, su yo recuerdos y aún su propia existencia como ser humano integral. Pero el enfermo puede mantener no solo su trabajo a veces, sino también los distractores señalados, como la familia, el entorno social, la esperanza de mantenerse bien con el tratamiento específico.

Sin embargo, en muchos pacientes con enfermedades crónicas, ante el riesgo vital, desarrollan una depresión importante, que los invalida más en las actividades que conserva. Esta depresión, no comunicada ni comprendida por el paciente, le puede llevar a acciones suicidas, que se observan con alguna frecuencia, afortunadamente reducida. Cuando ello sucede, generalmente en forma inesperada, constituye un desastre psicológico para el médico tratante, especialmente cuando se ha relacionado con el paciente por largo tiempo, y éste no ha comunicado ningún síntoma que haga sospechar la inminencia de ese desenlace inesperado. Cuando la depresión acompaña a la enfermedad crónica básica, es preciso investigar los sentimientos que aparecen más conflictivos o radicales en el paciente, como son los de aflicción, soledad y desesperanza. Ello lleva frecuentemente involucrado el sentimiento de amenaza o fracaso potencial de los proyectos laborales o familiares más apreciadas, lo que se ha denominado “muerte biográfica” o cuando se refieren a la vida misma “muerte biológica”.

Otro aspecto muy importante comunicado por el paciente en forma clara u oculta “en circunloquios relativos”, se refiere al examen de conciencia que aquel realiza, en el sentido de preguntarse ¿Qué he hecho mal en mi vida?, ¡he pecado ante mi Dios?, ¡me merezco esta aflicción?, ¡es que esto presenta sacrificio expiatorio? En este sentido, para muchos pacientes es importante el apoyo religioso, pero para otros, no solo lo rechazan en vida sino piden que no se le brinde frente a su muerte.

Se ha dicho que, frente a la enfermedad, queda en evidencia la particular condición menesterosa del hombre, en el sentido que, cobijado en su mundo, se encuentra de pronto derrotado, solo, amenazado en sus fuentes prestadoras de “sentido, como el amor, el trabajo, el conocer, la creatividad y otras más de acuerdo a su vida trascendente. ¡Hasta aquí llegué! ¡Esto se acabó! Son exclamaciones que se escuchan o se cuentan en esas circunstancias. Es en estos momentos cuando el médico, apoyado por la familia, debe reiterar al paciente los elementos facilitadores del ¡sentido de la vida!, como la esperanza, el apoyo de la familia, el amor, las creencias, y sus hábitos y preferencias.

Pero ahora ¿Qué pienso después de realizar este relato del problema?

Reconozco tener enfermedades crónicas, tratadas y soportadas por años; reconozco haber sentido rabia por tener que dejar temporalmente el trabajo; declaro que no he renunciado a mis creencias filosóficas ni a mis ideales frente al riesgo que significa la enfermedad, me acuso de haber experimentado la sensación de soledad y temor cuando se han presentado síntomas agudos, en condiciones de vivir solo, y de no haber experimentado en todas esas condiciones agudas, el miedo a la muerte. Pero no sé exactamente cómo voy a enfrentar ese momento cuando se presente como realidad final. Ojalá sea en forma de ataque agudo y fulminante.