Marcelo López Campillay
Doctor en Historia y Profesor Asistente Facultad de Medicina Pontificia U. Católica de Chile
En el año 2022 tendremos la oportunidad de conmemorar los 200 años del nacimiento de uno de los personajes señeros de la historia de la humanidad, Louis Pasteur (1822-1895). Los análisis e interpretaciones sobre su prodigiosa obra superan con creces la pretensión de esta nota, la cual aspira a invitar a cada uno de ustedes a valorar la importancia de este natalicio, especialmente a partir de un par de consideraciones.
La vida de Pasteur tuvo como escenario una centuria que fue fundamental en la historia de las ciencias, la salud pública y la medicina. Desde joven demostró interés por conocer los misterios de la naturaleza, quizás entusiasmado por los avances que la química, la biología, la fisiología, la física, entre otras disciplinas, habían demostrado al mundo. Hijo de una familia católica, obtuvo su Bachillerato en Química (1842), sin una alta calificación. Sin embargo, eso no fue óbice para que desplegara sus capacidades en la investigación, muchas veces con la ayuda de su esposa Marie Laurent, y en la dirección de instituciones de educación, un perfil no siempre destacado.
Sus pesquisas lo condujeron a definir las bases del proceso de fermentación, que fue clave para el desarrollo de la industria vinícola francesa. A su vez, tras descubrir el proceso de descomposición por gérmenes, elaboró el célebre proceso de pasteurización, que fue a la postre uno de los pilares de la consolidación de lo que hoy denominaríamos seguridad alimentaria, ya que esa técnica aseguró, mediante la aplicación de calor, la higiene del consumo de leche en la población y en consecuencia a una mejoría ostensible en la salud de las personas. No menos importante fue su refutación a la centenaria teoría de la generación espontánea, en virtud de la cual quedó establecido que la vida se originaba a partir de otro ser vivo (omne vivum ex vivo). Y como colofón a su magistral obra, no debemos olvidar sus aportes a los estudios de la inmunización, producto de los cuales logró diseñar la vacuna contra la rabia (1885), luego de haberla testeado en un niño, Josep Meister, que había sido mordido por un perro portador del virus de la rabia. Su hallazgo marcó un hito para la salud pública y logró conformar, junto al trabajo de colegas como Jacob Henle, Robert Koch, Joseph Lister, las bases históricas de la teoría microbiana o germinal de las enfermedades infecciosas, un paradigma que cambió la historia de la humanidad y que el coronavirus nos ha venido a recordar a comienzos del siglo XXI.
Sin embargo, no se debe soslayar su otra faceta memorable como un personaje que puso a la ciencia al servicio de la sociedad. Su prestigio le permitió asumir el cargo de decano de la Universidad de Lille en 1854, y luego el laboratorio de la Escuela Normal de París, escenario sobre el que se fundó el Instituto Pasteur, en 1887. Esta institución cumplió un papel fundamental a partir de entonces, no solo como un reputado centro de investigación en Europa, sino que integró una serie de vínculos con entidades similares que nacieron en el seno de las potencias coloniales que vieron en la ciencia moderna una herramienta esencial para sus propósitos civilizatorios, con sus luces y sombras.
En definitiva, el natalicio de Louis Pasteur, no cabe duda, es una excelente oportunidad para conocer el derrotero de la ciencia moderna, sus memorables contribuciones al desarrollo de la medicina y la salud pública y, especialmente, a los vínculos que hasta el día de hoy sostiene el ejercicio científico con la práctica política, un tema que hoy es clave para asumir los desafíos que ha deparado para la humanidad, la crisis del calentamiento global y el resurgir de las enfermedades infecciosas como problema sanitario.