Dr. Alejandro Illanes Mora. Agrupación Médicos Mayores
He leído el libro de la escritora Isabel Allende “LARGO PÉTALO DE MAR”, un legado de letras que incursiona en la historia hispánica de los años 20 a los 90, con la certidumbre histórica de una profesional de la narración. En él, pincha con destreza la vida de sus personajes creados en la novela.
Emocionante hasta la médula, hay que tener guáramo para no llorar en varios capítulos, sobre todo en las descripciones de la “Guerra Civil” de España y del “Golpe Militar” al gobierno democrático y popular de Chile del 73. Vanas esperanzas humanas de pueblos mayoritariamente sometidos al poder y el dinero de unos pocos.
Son notables las coincidencias de personajes, lugares y actuaciones mencionadas en la obra y la experiencia de vida del que suscribe. Tanto es así que, al terminar de leer el libro, me he visto impulsado a escribir esta carta abierta para la autora, contándole tanta resonancia humana.
Siendo muchacho vivía en Valparaíso con mis padres, estudiaba en el Liceo de Hombres ‘Eduardo de la Barra’, cuando circuló la noticia que arribaría el barco Winnipeg con su preciosa carga de refugiados de la Guerra Civil en España, dando crédito a nuestro Himno Nacional respecto a: “o el asilo contra la opresión”. A pesar de que el Presidente Pedro Agirre Cerda y su avezada compañera, doña Juanita Aguirre, manifestaron estar disponibles, los pasajeros del mencionado barco pasaron ansiosos de una nueva vida, sin pena ni gloria, por la llamada “Perla del Pacífico”, rumbo a la capital, Santiago, donde una multitud emocionada y vibrante les esperaba para darles feliz acogida.
El 21 de Mayo de ese mismo año, aniversario del heroico combate naval de Iquique, el Presidente concurrió al puerto a presidir los festejos. Estos comenzaban con un desfile marcial de todas las Instituciones, como una forma democrática de agradecimiento por el homenaje. Allí, Don Pedro, de pie frente a la Intendencia, se dirigió a la multitud, mientras con su mano libre acariciaba la cabeza de un escolar en las filas, que resultó ser la del quien hoy hace recuerdo de esos hechos.
Pasaron unos diez años, ya mudada mi familia a la capital, mi padre fue dueño de una farmacia, en la calle Compañía, entre Av. Brasil y Manuel Rodríguez. En esta última existía un negocio de venta de frutas y verduras, cuyos dueños, progenitores de una numerosa familia, habían llegado a Chile como refugiados de la dictadura española, invitados por Pablo Neruda. Los hijos mayores, Pepe y Ángel Gil, tenían edad como para haber sido milicianos de la República en la Guerra Civil. Los del medio, como mi amigo Fernando, la edad les daba solo para haber sido estudiantes. Todos muy laboriosos. Pepe, como administrador del Club de la Unión, Fernando como técnico de la Empresa Mademsa-Madeco, llegó a ser dueño de Empresas Industriales.
En esa época, cuando entré a la Escuela de Medicina, supe de un estudiante llamado Victorino Farga, quien llegó a ser un destacado y respetado profesional. Cundo ocurrió el Golpe de Estado, yo, siendo profesor universitario, era miembro honorario de las comisiones de medicamentos y de investigaciones en Salud, colaborando en esas materias con Arturo Jirón en su Ministerio, adscrito al Gobierno del Dr. Salvador Allende. En una concurrida reunión universitaria de políticas de la Unidad Popular, fui acomodado acuclillado frente al Presidente y codo acodo con la inefable “Tati Allende”, joven favorita de su padre, quien me dijo: “sabes compañero Alejandro, que de todo este gentío presente, ¡tú eres el más confiable de todos! Por eso estás a mi lado y frente al Presidente de la República”.
A mi regreso a Chile después de veinte años de ausencia, y de ser reconocido como colega por el Colegio Médicos de Chile, el ex pasajero del Winipeg, Dr. Victorino Farga, me hizo llegar un saludo cordial de vuelta a casa. Lo negativo de esta experiencia de vida fugitiva, como sucede a Roser y Víctor Dalmau, los interesantes personajes del libro de Isabel, es que las acusaciones solapadas de actuaciones irregulares son demostración de apoyo a la dictadura o por temor a la represión. En mi caso, lograron sacarme como profesor de la Universidad de Chile el año 1973. También comprometieron, por siempre, a mi pequeño grupo familiar. Mi hijo ingeniero aún sigue, desterrado por segunda vez, en México, con mis tres nietos, ahora adultos de nacionalidad venezolana. Mi esposa, Javiera Araya C, profesora funcionaria en la Superintendencia de Educación en Chile, que siguió mi égida, se enfermó, y fue intervenida un par de veces por el Dr. Jirón, durante su estadía en Caracas. Ella, después de ardua lucha, falleció en Ciudad Bolívar, donde estaba nuestro hogar. En ese país, se hicieron numerosos amigos y se dejaron distinguidos discípulos.