En septiembre casi 5 mil personas participaron de una marcha ‘No + migrantes’ en Iquique. La convocatoria no ha sido la única, ni la primera. Sin embargo, los colchones ardiendo, las maletas destruidas y los coches de guaguas y juguetes usados como barricadas son imágenes de violencia que difícilmente olvidaremos.
¿Cómo puede responder la academia y la producción científica a este hecho? No es sencillo. Las ciencias sociales hace años vienen describiendo factores y fenómenos que hoy nos tienen en el punto en que nos encontramos. Discursos racistas y el uso de los grupos migrantes como “chivos expiatorios” de conflictos nacionales, se han hecho frecuentes.
A nivel global, desde la antropología se acuñó el término “el continuo de la violencia”, que se refiere a la interacción permanente de “acciones de guerra en tiempos de paz”.
Esta violencia se manifiesta en tres niveles: estructural, simbólica e institucional o normalizada. La violencia estructural es ejercida por un Estado que crea condiciones que precarizan las vidas de grupos específicos vía una producción legal de su ilegalidad. La violencia simbólica se suma a este nivel, a través de una serie de narraciones presentes en la prensa, en la voz de autoridades que normalizan las relaciones de dominación, naturalizando el despojo de derechos de ciertas personas, volviendo normal y esperable comportamientos que reproducen relaciones desiguales de poder. Por último, los autores hablan de violencias institucionales, que se instauran en valores culturales, interacciones íntimas que vuelven la violencia invisible y la hacen aún más potente gracias a la indiferencia social que suscita.
Lo que vimos en Iquique no es un hecho aislado, es la expresión más visible de lo que se viene construyendo hace años y que tiene una matriz estructural que avala, a través de medidas como la militarización de la frontera norte, la falta de coordinación regional para el abordaje de la crisis y la expulsión de ciertos colectivos migrantes.
Asistimos a un momento histórico en nuestro país, en que candidatos proponen zanjas y ponen jingles en las radios en que se canta alegremente “el que no aporta se deporta”. Es un imperativo moral oponernos con urgencia a estos discursos de odio y violentos. La migración internacional ha tenido un positivo impacto en nuestro país. También debemos discutir los factores internos y externos que han llevado la crisis a este punto.
Médicas y médicos migrantes, por ejemplo, sostienen nuestras urgencias ambulatorias y hospitalarias desde hace más de una década y en la pandemia por COVID-19, han hecho un aporte invaluable. En el hospital El Carmen de Maipú, más de la mitad de los trabajadores (57%) de los servicios críticos, urgencia y UPC nacieron en otro país. La persona que salva vidas de chilenos es, también, quien sufre su xenofobia.
Es nuestra responsabilidad erradicar discursos de odio, en cada conversación, en cada interacción. Debemos repensar el actuar de la violencia en nuestra sociedad y memoria histórica, comprendiendo que en Estados democráticos las fronteras no pueden ser espacios en los que los cuerpos de migrantes son “dejados morir”. Aún estamos a tiempo.