Dr. Javier Faúndez Salazar, MGZ hospital de Calbuco: “Huella en mi”

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Ganador Concurso literario “60 Años” Médicos Generales de Zona.

De un segundo a otro, la cotidianeidad se transformó en incertidumbre, la costumbre dio paso a un rompecabezas trágico que dejó huella en mí. De un violento golpe recordé los frágiles lazos que sin querer había formado con gente que veía todos los días; o mejor dicho, miraba, sin ver, hasta entonces.

Corría la tarde de un turno habitual, cuando una llamada dio inicio a esta historia. Un accidente vehicular con volcamiento. Nada más, esa era la información. Con la sangre fría de ver durante un año como todas las semanas muere alguien en la carretera de Calbuco, esa llamada era una más del montón. Al rato sonó el teléfono nuevamente, tres personas involucradas en el accidente, venían en camino.

La baliza roja anunció su llegada, una mujer y su hija; el tercero no venía. La niña no tenía ni un rasguño, pero su madre estaba muy herida. Dos pacientes más, dos desconocidos que necesitaban mi ayuda, dos piezas de esta tragedia que yo seguía sin ver. El rostro de la mujer estaba inflamado, herido, bañado en sangre por culpa de una herida en su frente. Sus ojos tranquilos me inquietaban. – ¿Dónde está mi niña? ¿Mi marido? – Conversé con ella, ella confió en mí. A mis espaldas, comenzaban a asomarse unos rostros por el umbral de la puerta del servicio de urgencias. – La familia – pensé.

En el pasillo, esperando la radiografía de la mujer, me saludó el director del departamento de salud municipal, rodeado de unas diez personas, todos conocidos porque había salido con ellos varias veces a las rondas rurales. Ese es un trabajo que me encanta, subirme a la lancha con mi delantal y mi bolso que tiene sólo lo básico; llegar a la posta, donde la gente de las islas me espera ansiosa porque tienen médico una vez al mes; compartir un café con el resto del equipo de salud, mientras por la ventana se asoma un caballo. Ese es un trabajo que me trae a la memoria miles de historias paralelas a esta.

Me preguntó por la mujer, por su marido. – ¿qué hace él aquí? Pensé. – Los ojos de los enfermeros, técnicos paramédicos, dentistas, me interrogaban sin darme tregua. Carabineros ya sea paseaba por la urgencia. Más gente del departamento de salud llegaba. A ese cuadro confuso, se agregó mi novia y su jefa, dos rostros pálidos y asustados. – ¿Qué hacen ellas aquí? – Una tercera llamada anunció que el marido de la mujer falleció en el lugar del accidente.

Mi novia se acercó a mí, a pesar de que le dije que estaba ocupado. Me traía más piezas del rompecabezas. Ella es educadora de párvulos. Estaba en medio de la ceremonia de graduación de sus niños, rodeada de risas y padres orgullosos, cuando se enteró que una de sus alumnas no había llegado a la ceremonia porque tuvo un accidente en la carretera. – Su papá murió – le dije con un nudo en la garganta.

Mi paciente me esperaba para que le suturara una herida que tenía en la frente. Mientras lo hacía, las palabras en mi mente intentaban ordenarse antes de ser pronunciadas. Cuando salieron, a la vez que sostenía una de sus manos entre las mías, la calma de sus palabras me sorprendió. – Ya lo sabía… Habíamos salido tarde de la casa. Veníamos atrasados a la ceremonia de mi niñita, que se graduaba de kínder. Quedamos colgando de los cinturones de seguridad. No me respondía, yo le gritaba y él no me respondía. Estuvimos harto rato así. Mientras me sacaban por la ventana, le vi su carita azul, llena de sangre. Yo sabía… – Me decían sus labios inflamados, me miraban sus ojos tristes y morados. – Tengo que trasladarla a Puerto Montt para que la vean los especialistas. Su hija está bien. – fue lo que atiné a decir.

Tuve que salir un rato de la urgencia, necesitaba respirar aire fresco antes de seguir atendiendo a la gente, que ya comenzaba a manifestar su molestia por la demora en la atención. – Deben estar descansando – escuché decir a una señora mientras aun me tiritaban las manos. Cuando me percaté, me vi rodeado de unas cuarenta personas, colegas, amigos y familiares del difunto y su viuda. Uno de ellos me dijo que en el departamento de salud no lo podían creer, que don Miguel había trabajado más de veinte años por la salud de las mujeres de las islas. Ahí terminé de armarlo. En ese preciso momento, pude ver el cuadro completo. No éramos amigos ni cercanos, pero varias veces compartimos ese café en alguna posta rural. El que falleció era el matrón del equipo de salud rural. Y su señora, con la que también había trabajado varias veces: era técnico paramédico de una de las postas. Su rostro herido no me dejó reconocerla.

Cuando terminó mi turno, me esperaba en casa un abrazo de mi novia. La ceremonia de graduación terminó con un minuto de silencio por el papá fallecido, y por la mamá hospitalizada.

Seis meses después, en la posta de Pargua, una paramédico me pasó el montón de fichas de los pacientes que tenía que ver esa jornada. Se dio la vuelta para salir pero algo la detuvo. Me miró, me tomó una mano, y comenzó a llorar. – Gracias. – No reconocí su rostro sano, pero al instante identifiqué esas manos que sostuve cuando le di la peor noticia de su vida.