Dr. Álvaro Yáñez del Villar
En los últimos años, ha llovido poco y menos de lo esperado en Chile central. En Santiago nos hemos acostumbrado a un cielo que apenas permite adivinar el cordón de cerros cordilleranos, San Ramón, Provincia y Punta de Damas, en raras ocasiones con algo de nieve. Para quienes acostumbramos mirar la montaña, el recuerdo de sus cumbres nevadas, parecía cada vez más lejano, como una fantasía de la memoria.
A fines de junio, hubo, como de costumbre para esta época, predicciones de lluvia en Chile central. Y esta vez resultó. Llovió en forma continuada por 24 o más horas, con temperatura moderadamente alta, que impidió la precipitación de nieve. El agua de lluvia corrió por las laderas de la montaña, inundó las quebradas, alimentó en exceso los cauces casi secos de los ríos y tomó sus antiguos espacios fluviales.
Hubo pueblos que se inundaron, casas arrasadas por los ríos desbordados, múltiples pérdidas de mobiliarios y hogares. En suma: un desastre. Como si el destino quisiera con frecuencia poner a prueba la capacidad de respuesta del Gobierno, la entereza y resiliencia de los pobladores y la solidaridad social.
Días después, volvió a llover con más intensidad, pero con una temperatura muy baja. No hubo inundaciones. Recordé mi infancia, ya muy lejana, cuando la temporada de lluvias intensas parecía durar meses y la capa para el agua y las botas de goma pasaban a ser parte del uniforme escolar, para cruzar las calles convertidas en torrentes. Pese a que caía mucha agua, las lluvias no tenían el carácter catastrófico actual.
Al día siguiente de este acontecimiento, en la mañana, concurrí al hospital para control médico. Salí del establecimiento, caminando y disfrutando del sol invernal y con la cabeza gacha, mirando el suelo para evitar tropezar y caer. Para verificar la situación de tráfico levante la cabeza y la belleza del paisaje invadió bruscamente mi mente. Las altas cumbres de los cerros se destacaban nítidamente contra el cielo de un profundo color azul. Las montañas estaban cubiertas de nieve, pero era posible distinguir los filos que limitaban las quebradas y ver cumbres menores como el cerro La Cruz y la querida cumbre del Abanico, testigo de tantas proezas montañistas de escolares.
Volví a casa con una indescriptible sensación de alegría y de agradecimiento por el paisaje que esa mañana me había regalado y vivir en un país tan hermoso como el mío.
Recordé a la Srta. Marta Vergara, mi profesora en la Escuela Primaria del Liceo Experimental Manuel de Salas, que nos sacaba por un día, dos o tres veces al año, para efectuar excursiones a las quebradas de Peñalolén, Macul, al Agua del Palo del Cerro Manquehue y a Las Vertientes y Pirque, en el Cajón del Maipo.
Aparentemente las excursiones tenían un fin recreativo, pero en realidad había un propósito docente, individual y colectivo. Aprendimos a superar el cansancio, ser generosos y en caso necesario, compartir las provisiones. Disfrutar el lograr la meta, ser solidario y ayudar a los y las más débiles, caminar por el bosque y las laderas pendientes y filos rocosos empinados. Reconocer el peligro, ser prudente al cruzar los cursos de agua, estar consciente de las propias limitaciones, practicar el compañerismo; germen del concepto y práctica del sentido de equipo, y sobre todo, a conocer y amar la naturaleza y si es necesario, saber vivir en ella, todo lo cual, en alguna medida, contribuye a crear una personalidad positiva.
Chile tiene el privilegio de tener como límite y telón de fondo, a la Cordillera de Los Andes. Debería ser un teatro de juego y enseñanza para la niñez y la juventud nacional. ¿Lo tendrán presente nuestras autoridades de Educación?
Sobre el mismo tema, termino esta nota preguntándome ¿Quedará tiempo en las escuelas para intentar algo semejante a lo relatado en mi experiencia escolar? O todo el tiempo estará destinado a preparar ganadores, cuya aspiración es lograr una elevada posición social, económica o política.